lunes, 18 de agosto de 2008



José Luis Cuerda, adapta el libro de Alberto Méndez, uno de los grandes éxitos editoriales del año pasado.
Los girasoles ciegos camina por la derrota moral de los vencidos, los de la Guerra Civil española, a través de cuatro historias de horror y desolación, cuatro relatos para avivar la memoria contra el olvido de los perdedores. Acaba de terminar la contienda y son años de represión y dolor, de miedos, de valores pervertidos. "Es un retrato de cómo los sentimientos se corrompen con la represión", asegura José Luis Cuerda, autor junto a Rafael Azcona del guión del libro.

"Bajo la represión, todas las historias de amor son imposibles. La represión convierte a todos en víctimas. A los acosadores, porque los convierte en alimañas; a los acosados, porque los convierte en despojos". Maribel Verdú tiene escrito a lápiz en su copia de guión este apunte, uno de tantos, que le trasladó José Luis Cuerda para encarar el rodaje de Los girasoles ciegos, el sobrecogedor libro con el que Alberto Méndez obtuvo el Premio Nacional de Narrativa y el Premio de la Crítica de forma póstuma.

El atuendo doméstico de Javier Cámara le señala como lo que es en Los girasoles ciegos: un muerto en vida, un profesor comprometido y cobarde. "Soy firme partidario de la cobardía", asegura. "Es un hombre metido en un cajón, acosado por la policía, del que su hijo niega su existencia, y con una mujer que sostiene una extraña relación con un diácono", comenta el actor.
Esos son los mimbres que articulan el drama de "Los girasoles ciegos", según los ve el propio José Luis Cuerda.

RICARDO, el profesor de instituto, trasunto a ratos de Don Antonio Machado y de cuantos sufrieron exilio o muerte por sus ideas de igualdad, solidaridad o simple dignidad, vive oculto, desaparecido, en un hueco practicado en la pared sobre la que se apoya el armario del dormitorio matrimonial. Su deambular por la casa o las horas de trabajo que pasa sentado a la máquina de escribir con la que plasma las traducciones al alemán –una paradójica ayuda a Hitler- que les proporcionan el sustento, exigen que las ventanas permanezcan cerradas aún en el más caluroso verano. La penumbra física que invade la casa impregna metafóricamente la vida y la convivencia de la familia protagonista. La marcha de ELENITA, y su posterior desgracia, ennegrece el ánimo de un padre que la venera. La depresión de Ricardo se ahonda cada vez más. Su apetito sexual desaparece poco a poco en ese hondón y sus gratificaciones pasan a manos del alcohol. ELENA, la mujer fuerte, arrostra sin titubeos el mantenimiento de un núcleo familiar destrozado. La aparición de SALVADOR, el diácono acosador, pero atractivo y complaciente, en la vida de Elena pone todo patas arriba. LORENZO, con sus siete años, será el instrumento necesario, coartada y testigo de los viajes de ida y vuelta que el diácono hace al cuerpo, difícilmente defendible, y al alma, en vilo, de ELENA. El RECTOR del seminario donde Salvador tiene que terminar su carrera, mitad confesor, mitad confidente del atribulado joven, lo anima a sobrevivir entre sus zozobras sentimentales con cuantas armas dialécticas y morales proporciona la religión católica. La confesión, como monumento reparador y absolutorio en manos de un todopoderoso sacerdote-confesor, que condena o perdona a vida o muerte eterna al penitente, es un instrumento inigualable para el gobierno y la sumisión de las almas. Semejante artefacto en manos de un personaje tan hábil –y, hay que reconocerlo, tan profundamente humano- como el rector de "Los girasoles ciegos", proporciona material dramático suficiente para cuajar algunas de las secuencias más valiosas de las que componen el guión.

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